Siempre es grato leer y releer a un clásico contemporáneo, a un gigante espiritual de nuestra época, a un ser inmortal con una vida de leyenda, a una encarnación de lo divino en su aspecto devocional (bhakti), pues de todas estas formas y algunas más podemos referirnos a Sri Paramahansa Yogananda.

Testimonio fiel y entrañable de una vida dedicada a la búsqueda y al encuentro con lo divino,  el relato de Yogananda se remonta a los comienzos en su Bengala natal a principios del siglo XX, nos narra sus primeros años que culminan con el encuentro de quien habría  de ser su gurú, Sri Yukteswar, remontándose la historia hasta el  maestro de éste, Lahiri Mahasaya y el comienzo del linaje en Babaji.

Tras ordenarse en la orden de los swamis y realizar el estado de nirbikalpa samadhi, es enviado por su maestro a Estados Unidos de América donde desarrolló una ingente labor para la unión de culturas entre Oriente y Occidente, fundando la organización mundial Self Realization Fellowship/Yogoda Satsanga para la difusión del Kriya Yoga.

En 1935, regresa de nuevo a la India pasando por parte de Europa y Medio Oriente, viaje en el cual tiene ocasión de conocer a personajes de la talla moral y espiritual de Lutero Burbank, Teresa Neumann, Rabindranath Tagore o Mahatma Gandhi entre muchos otros sabios y santos de todo linaje y condición. Un fascinante relato nos sumerge en la antigua, la milenaria, la auténtica India que tanta sabiduría perenne ha aportado a la humanidad.

Con estilo fresco, dinámico, desenfadado, humorístico por momentos y con tal abundancia de detalles, anécdotas y anotaciones históricas que dan al relato una verosimilitud total, Paramahansa Yogananda nos regala un texto que rezuma amor por dios, por sus maestros y por todos los seres humanos, en una narración en la que más allá de las palabras se destila la energía del Maestro.

Una lectura casi obligada para los buscadores de la Verdad y a la que se puede recurrir tantas veces como se quiera por su alta inspiración espiritual y su transmisión de valores atemporales.

Por Miguel Á.